25 noviembre, 2012

La evolución de las ciudades bajo el dominio de las finanzas.


Miquel Amorós (03 de octubre de 2005)


Todas las grandes ciudades europeas experimentan un crecimiento en mancha de aceite, derramándose en los municipios vecinos, mientras que sus centros se descomponen y vacían. Adoptan la forma de “donut”. La ciudad histórica se desteje socialmente, degradándose y encareciéndose a la vez. Las fábricas y talleres se trasladan a las áreas más alejadas de sus coronas metropolitanas y aún más allá, al tiempo que la población desfavorecida, principalmente jóvenes obreros y viejos jubilados, se ve forzada a instalarse en ghettos exteriores. El territorio urbano adquiere por todos lados la apariencia de un mosaico de parcelas yuxtapuestas de naves y almacenes, centros comerciales, adosados y bloques de vivienda barata, formando conjuntos inviables conectados por autopistas radiales y vías de circunvalación. La diseminación de los lugares de trabajo y habitación dispersa la población e incrementa la movilidad, y con ésta el derroche de suelo y energía, la demanda de infraestructuras viarias y la venta de automóviles. La organización del espacio sufre un cambio radical por el uso extensivo del territorio, fruto del paso a una economía productora de bienes industriales a una economía productora de servicios. Lo que en términos laborales significa el paso del trabajo estable y el salario pactado al trabajo precario y mal pagado. Vivimos bajo el imperio del capital financiero, lo que significa que todas las actividades han de someterse a las urgencias de las finanzas internacionales. En estas nuevas coordenadas de la economía, es cuestión de que los productos industriales salgan cada vez más baratos para que se puedan pagar los servicios. Los bajos precios industriales financian las actividades terciarias, como antes los alimentos baratos financiaban la producción industrial. La industria no es rentable sin los salarios depreciados de una mano de obra tercermundista; lo verdaderamente productivo ahora son los servicios y sus actividades asociadas, a saber, el software, el turismo y el negocio inmobiliario. Toda la actividad económica se orienta en esa dirección, con la colaboración involuntaria de los trabajadores: el ahorro originado en las rentas del trabajo es una fuente primordial de financiación. Los dirigentes de las grandes ciudades no las presentan ya como eficientes centros productores, sino como nudos bien comunicados de redes mundiales, con una gran oferta de espacio, ocio y servicios, sobre todo financieros. Eso hace que las grandes ciudades se transformen en parques temáticos y bazares masivos salpicados de oficinas. Es verdaderamente paradigmático que los solares de la Unión Naval de Levante se hayan reservado para un World Trade Center valenciano. Sucede que las regiones metropolitanas ya no son grandes mercados de trabajo sino grandes mercados de capitales. Por lo tanto, a quien tienen que atraer, y en el caso, subvencionar, es al capital, no al trabajo. La administración metropolitana no trata pues de adaptar el territorio urbano a las necesidades de una supuesta ciudadanía popular, en gran parte obrera, sino de servirse de él para fomentar un clima de negocios. La economía “social”, destinada a paliarlos efectos del empobrecimiento, es simplemente una rama prometedora de los negocios. Las ayudas a la población arruinada, los equipamientos sociales y las zonas verdes irán para adelante si son negocios y sólo como negocios.

El proceso actual de transformación de la actividad económica, política y jurídica, llamado globalización se halla en su fase inicial, caracterizada por la deslocalización industrial y la especulación inmobiliaria. La primera es responsable de la flexibilización o ampliación de la jornada laboral y de la bajada de salarios, presentes en cada vez más convenios. Pero la domesticación de los obreros es ahora algo secundario porque éstos no son importantes en el proceso productivo. La segunda –la especulación– es el verdadero motor de la economía y de los mecanismos financieros en particular. Podríamos decir sin temor a equivocarnos, que también lo es de la política. Tanto los dirigentes políticos como los financieros toman conciencia del papel del suelo escaso en un territorio colmatado y toman posiciones en el mercado inmobiliario. Tanto la administración como los bancos engordan con operaciones especulativas, bien estén relacionadas con obras públicas, bien con promociones privadas, ordenadas jurídicamente por una nueva ley del suelo de 1992. Sin embargo, la globalización –y por consiguiente, la conexión de la red internacional de ciudades– no puede seguir avanzando sin una circulación ultrarrápida y barata de mercancías y personas (o sea, de mercancías), y para ello son condiciones sine qua non, grandes infraestructuras por un lado, y por el otro, energía y combustibles baratos. Un problema que se puede solucionar con una combinación adecuada de geopolítica, dinero, propaganda antiterrorista y guerras locales.

La marca registrada “Valencia”, aplicable al territorio comprendido entre Almusafes y Sagunto, produce manifestaciones de un urbanismo desenfrenado en todo semejante al de Barcelona y otras ciudades. La clase dominante es hiperactiva cuando se trata de dinero e intenta por todos los medios liberar terreno urbanizable, es decir, introducirlo en el mercado. El primer efecto ha sido la casi total desaparición de la Huerta de Valencia, de sus caminos y acequias, de sus marjales y azudes, de sus molinos y de sus comunidades de regantes. El mejor jardín que jamás cobijó a una ciudad, su mayor seña de identidad, se ha desvanecido en solamente una generación. La nueva clase dirigente halla su genuina marca en el desarraigo. El poder económico y político actual exige la desaparición completa de la economía agrícola valenciana, antaño fundamental en la formación de la burguesía local, y la terciarización absoluta. En la dirección de la ciudad, los terratenientes y exportadores han sido desplazados por una burocracia móvil del cemento y del asfalto. Dicha burocracia se asienta en la circulación, y por tanto necesita infraestructuras como el AVE (aplazado para después del 2010), la ampliación del metro, la prolongación de la avenida Blasco Ibáñez, los bulevares del tercer cinturón y la ampliación del puerto, sin olvidar el megaproyecto de Zaplana “Ruta Azul”, que, aunque aparcado, es el verdadero programa del urbanismo “concertado” entre promotores, constructores, inversores y políticos, en versión levantina. El traslado del aeropuerto de Manises, o la urbanización de la costa comprendida entre Sagunto y Cullera, son retales que difícilmente van a ser olvidados por los especuladores. La Copa América juega en Valencia el papel que desempeña el Fórum de las Culturas en Barcelona. Remodelaciones urbanísticas feroces y demostraciones de un dinamismo político-empresarial destinadas a lograr la domiciliación de grandes empresas y agencias estatales. Con esos eventos se obtienen caudales para la reconversión del territorio que de otro modo no se obtendrían. Así puede proseguir el genocidio cultural de barrios como El Cabanyal, Velluters, El Carmen, Campanar o la Punta, la museificación de la Ciutat Vella –“Valencia, museo al aire libre” reza un eslogan publicitario– y demás proyectos “generadores de oferta turística” como la ciudad de las Artes y las Ciencias, que, como su nombre no indica, está destinada enteramente a los visitantes, o el Balcón del Mar, que también será un “contenedor de ocio”, como el Parque de Cabecera (con su gran estacionamiento, su zoológico y su parque de atracciones) y el parque Central, con su futura estación “intermodal”. Los nuevos bárbaros quieren una salida automovilística al mar, tratar sus enfermedades en una nueva “ciudad” sanitaria, litigar en una “Ciudad de la Justicia” y divertirse en un “Heron City”. Nótese que el márketing tecnócrata empieza a designar como ciudad lo que no es más que un amontonamiento gigante de actividades relacionadas, adoptando el aspecto higiénico multijaula típico de los shoping malls. La ideología de la moderna clase dominante se manifiesta en los edificios y, de modo general, en su manera de adueñarse del espacio. Sus monumentos encarnan sus valores y su contemplación nos sugiere jerarquía, artificialidad, fetichismo tecnológico, culto al poder, velocidad, soledad, control, incomunicación, condicionamiento, consumismo. Los más característicos son los centros comerciales de las afueras. Todos tienen algo de cárcel, lo que resulta paradójico ahora, cuando la moderna arquitectura carcelaria quiere suprimir las torres de vigilancia, cosa que dará a las cárceles la apariencia exterior de hipermercados. En resumen, la moderna clase dominante es autoritaria y fascista y sus construcciones son las de una sociedad de masas amorfas, es decir, que favorecen condiciones fascistas. La clase dominante construye para sí misma; a los habitantes no les cabe otro recurso que el de aprender a habitar su arquitectura. Acostumbrarse a vivir dentro de artefactos semejantes en aglomeraciones semejantes. A la postre todo el territorio se estructura como un único sistema urbano y todos los lugares acaban pareciéndose. El hábitat es la traducción espacial de la desposesión. Los individuos proletarizados viven en un entorno constantemente modificado por los vaivenes del capital. A menudo son desplazados de sus barrios por planes de renovación urbana hechos por enemigos de clase y arrojados de sus viviendas y de sus calles si es preciso mediante el acoso o la expropiación. Todos los circuitos sociales ajenos al capital han de ser destruidos. Con la movilidad exacerbada impuesta a toda la población se duplican los efectos de la deportación: la desaparición de la vida social del barrio, la aniquilación de la cultura de la calle, los últimos reductos de la conciencia de clase. La proletarización se completa con la motorización: el proletario automovilista jamás pone en duda el principio de la movilidad, sólo pide la supresión de los peajes. Allá donde el proceso de reconversión urbana corre demasiado y tropieza con resistencias, tienen lugar luchas urbanas. Si son recuperadas por las asociaciones de vecinos serán desvirtuadas, aseptizadas y anuladas. La pacificación de conflictos urbanos no es una vocación reaccionaria de los militantes vecinales sino una actividad remunerada: las asociaciones son subvencionadas para eso. Son centros de activismo cívico no contestatario que desempeñan una función animadora más que reivindicativa, y que no aspiran más que a formar parte del engranaje de decisiones administrativo. Si logran escapar a la recuperación de los mediadores, las luchas urbanas han de exigir como mínimo la presencia y el derecho a veto de los habitantes en todas las instancias cuyas decisiones les afecten. Pero éstos y sus representantes han de tener presente que se trata de luchas por el control del espacio social, por un uso social del espacio, uso solamente posible cuando los habitantes realmente se apoderen del espacio en el que viven. Sólo cuando el espacio urbano esté fuera de las trabas del capital será de nuevo productor de relaciones solidarias y de cohesión social en forma de asambleas y organismos diversos. Por lo tanto, la negociación, que es un momento de la lucha, ha de emprenderse en la perspectiva de la autogestión del espacio, pero ésta no puede existir sino a través de estructuras necesarias de formación de la opinión y la decisión. Estas no son otras que la movilización y las asambleas. Los luchadores que no sean capaces de movilizar a la mayoría de los afectados nunca poseerán representatividad suficiente. Las luchas que no descansen en las asambleas masivas serán siempre recuperadas.

Cuando hablamos de la autogestión del espacio, de la autoconstrucción si cabe, planteamos una delicada cuestión: la expropiación social del espacio. Las luchas urbanas han de arrebatar el territorio al poder urbanista, a los urbanistas del poder. Han de liberarlo del mercado, no para el mercado. Por consiguiente, han de resolverse mediante ocupaciones. En las ciudades sometidas al poder de las finanzas autónomas, la urbs (el asentamiento) está separada de la civitas (la comunidad de intereses), el territorio y la cultura ciudadana van por rutas diferentes, la elite se ha liberado del espacio y la población sobrevive ajena al territorio que la acoge. El reencuentro de la colectividad y el espacio mediante la ocupación de masas y la supresión de la movilidad frenética, son la base esencial de la autogestión territorial generalizada, la forma espacial de la emancipación.

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