26 noviembre, 2012

Liquidación social y liquidadores. La generación de los ideales revolucionarios ante el fin de la clase obrera en occidente.


Miquel Amorós

El 19 de julio de 1936 el proletariado español respondió al golpe de estado franquista desencadenando una revolución social. El 23 de febrero de 1981 tuvo lugar un golpe de estado ante la indiferencia más absoluta de los proletarios, quienes apenas movieron el dial de la radio o el mando del televisor. El contraste de actitudes obedece al hecho de que el proletariado era en el 36 el principal factor político social, mientras que en el 81 no contaba ni siquiera como factor auxiliar de intereses ajenos. Si el golpe del 36 iba en contra suya, el del 81 fue un ajuste de cuentas entre diferentes facciones del poder. Ni en los análisis más alarmistas la conflictividad obrera fue tomada en consideración por la sencilla razón de que era mínima. Los golpistas pasaron del proletariado porque no era más que una figura secundaria de la oratoria política, algo históricamente agotado. Durante los años de la “transición económica” hacia las nuevas condiciones del capitalismo mundial –los 80– la clase obrera fue fragmentándose y resistiendo a escala local a su “reconversión” en clase subalterna, hasta la huelga mediática del 14 de diciembre de 1988, cuando se convirtió en masa de maniobra de operaciones políticas y sindicales que terminaron por destruirla. El movimiento antinuclear y el movimiento vecinal habían terminado un lustro antes. Uno de los resultados de ese periodo fue la ruptura entre los obreros adultos, mejor situados en las fábricas, y los obreros jóvenes, peones y precarios, que impulsaron las primeras asambleas de parados. Esa fractura tuvo sólo un fruto comestible: una nueva conciencia basada en la crítica radical del trabajo asalariado, deteriorado en extremo, o lo que viene a ser igual, basada en el rechazo del trabajo como actividad central de la vida cotidiana. A partir de 1985 se desarrolló un medio juvenil fuera del mercado laboral, preocupado por la okupación, la represión, la contrainformación, el antimilitarismo, el feminismo, la movilización estudiantil, etc. En ese medio la cuestión social perdía su carácter unitario y se desagregaba, replanteándose sus pedazos como problemáticas particulares. El centro de gravedad social se desplazó desde las fábricas a los espacios de relación juveniles, herederos involuntarios de tareas históricas imposibles de asumir por el carácter heterogéneo de esos espacios, lo que contribuyó a la confusión de la década siguiente. Todos los esfuerzos por coordinar actividades, fomentar debates y conectar con luchas urbanas tropezaron con los mismos problemas: la dispersión, la ausencia de reflexión, el compromiso relativo, la falta de referencias, el enclaustramiento... Al no resolverse, conforme desaparecían las luchas reales el medio juvenil se volvía un gueto conformista en el que la crítica social revolucionaria era sustituida por la indefinición, la pose, los tópicos contestatarios y la moda alternativa. Se revelaba como un medio de transición para una vida adulta integrada, como el instituto, la FP o la universidad. Los intentos habidos entre 1989 y 1998 por superar esa situación fueron puramente organizativos, formalistas, a base de “campañismo” y encuentros de la diáspora antiautoritaria, por lo que a la larga resultaron un fracaso. Así terminó la llamada “área de la autonomía.” Había que haber llevado a cabo una reflexión profunda sobre los logros y los fracasos de las luchas precedentes, pero antes incluso que analizar las derrotas y recuperar la memoria de las luchas radicales, había que efectuar una crítica despiadada al propio medio, a sus inconsecuencias, a su frivolidad y a su falta de coraje intelectual, con el fin de depurarlo tanto de adherencias sentimentales burguesas como de mitos y prácticas militantes. No se hizo lo suficiente o se tardó demasiado y el medio se estancó, permitiendo la amalgama con los residuos del izquierdismo y del patriotismo periférico, que trataron de reconstruir a toda prisa un nuevo espacio social, el espacio que había sido abandonado por los partidos y sindicatos al incrustarse en el aparato de la dominación. Las movilizaciones contra la Guerra del Golfo y por el No a la OTAN, las campañas por el 0’7%, por la renta básica o por los zapatistas, fueron las primeras martingalas de ese intento de acercamiento a la política institucional que en 1997 cristalizó en el “ciudadanismo”. Durante el proceso de globalización de la economía y de la reestructuración de la clase dominante, el propio sistema de dominación se puso a la cabeza de la lucha contra los desastres que él mismo había provocado y con Internet de por medio creó el espejismo de un “espacio ciudadano” donde desarrollar las actividades complementarias a la política institucional de los partidos y sindicatos. Toda la escoria posmoderna y toda la chusma vanguardista que pululaban en los medios juveniles, deseando reciclarse en algo por el estilo, se apuntaron al carro y alumbraron “plataformas”, “espacios”, “colectivos”, “redes”, “casals de joves”, y “fórums”, que redescubrieron los encantos del sindicalismo minoritario, del nacionalismo, del tercermundismo, de las subvenciones y de la política neoestalinista. Las nuevas tecnologías proporcionaron la estructura mínima para garantizar las apariencias de movimiento. Con el impacto de Seattle, del localismo se pasó sin transición a operar a escala internacional. El gueto juvenil se vio de pronto sumergido en los montajes ciudadanistas, los movimientos contra cumbre y contra la guerra, verdaderos estados generales de la confusión y la recuperación, que, después de Génova, se convirtieron en la quinta rueda del carro electoral de la socialdemocracia. El impacto tecnológico había creado en las masas juveniles la ilusión de una comunidad mundial provista de un proyecto de cambio social, mientras que el turismo antiglobalización fomentaba la ilusión de un movimiento anticapitalista. Pero lo que las telecomunicaciones facilitaron fue un espacio virtual, y por consiguiente irreal, donde verter la frustración y la miseria espiritual de miles de personas, de forma que la abundante base social sobre la que erigir una causa quedase atrapada en las redes de la inexistencia. Y mientras se generalizaba el espectáculo de un movimiento, las líneas de comunicación directa subsistentes quedaban irremisiblemente dañadas, como demuestra la desaparición de revistas, el cierre de locales, librerías o editoriales, la decadencia de las asambleas, la degeneración del lenguaje, etc.
El espectáculo como relación social se había apoderado de la sociedad y los jóvenes tecnófilos se habían convertido en la vanguardia de su imperio; por primera vez y gracias a las nuevas tecnologías de la comunicación irrumpían los jóvenes como masas, aportando al espectáculo de la acción los rasgos psicológicos de la pubertad, a saber, el culto del presente, el rechazo del esfuerzo y de la experiencia, el narcisismo, la búsqueda de la satisfacción inmediata, la confusión entre el ámbito privado y la vida pública, entre lo serio y lo lúdico, etc. Las masas juveniles son más sensibles que las adultas al mayor mal de la sociedad del espectáculo: el aburrimiento. Lejos de sentir como suya la causa de la libertad o la lucha contra la opresión social, lo que realmente sienten es una necesidad ilimitada de entretenimiento. Las masas juveniles, profundamente despolitizadas y sin ningún interés por politizarse, salieron masivamente a la calle a divertirse luciendo su pañuelo palestino, escenificando su falsa generosidad y proclamando su compromiso volátil. En la sociedad del espectáculo la protesta es una forma de ocio y el pathos trágico de la lucha de clases ha de retroceder ante la comicidad, el desenfado y la fiesta, formas genuinas del espíritu contestatario que halló en las cacerolas su mejor medio de expresión. Forzosamente, entre los autoproclamados portavoces de la movida juvenil tenía que dominar una actitud que pretendía ser pragmática, es decir, levemente crítica y profundamente conformista, dispuesta a caminar por las sendas trilladas y a discurrir por los cauces inocuos. Encontraron sus herramientas intelectuales en ideologías light como el negrismo, el castoriadismo, el ecologismo, o los productos de las marcas IPES y ATTAC. Conceptos como “movimiento de movimientos”, “lo social”, “el imaginario”, “ciudadanía”, “pluralidad”, etc., sirvieron para la evacuación de arcaísmos ideológicos obreristas, derribando de paso conquistas intelectuales básicas, aportaciones críticas imprescindibles, y en general, echando por la borda todo el bagaje teórico de la lucha precedente. Como coartada política se buscó un proletariado de sustitución en los seres inermes y amorfos calificados por los pensadores orgánicos de “multitud”, ciudadanía, sociedad civil o simplemente “la gente”. El nuevo sujeto histórico era pura ficción puesto que el verdadero había sido liquidado por el capitalismo, pero su imagen ficticia era necesaria porque el espectáculo del combate social necesitaba un fantasma; su legitimidad no podía apoyarse en una clase real sino en una de prestado. Una nueva clase imaginaria escapaba de los verdaderos escenarios de lucha para situarse en el terreno del espectáculo, puesto que ni ella era clase, ni su lucha era lucha. Después de la manifestación de Barcelona “contra la Europa del capital”, todo fue procesión pactada y controlada. Quienes ante la crisis de las ideologías obreristas optaron por la protesta encarrilada y falaz, optaban realmente por PRISA y la socialdemocracia (y lo sabían). La adopción del pacifismo como principio indiscutible de acción purgó de las asambleas y las manifestaciones a los radicales, pero su objetivo principal era el diálogo con el poder. No querían enfrentarse a nada; no aspiraban a cambiar el mundo sino a participar en su gestión. Con ellos otra gestión capitalista era posible. Lo que pretendían reformar no eran más que los mecanismos de cooptación de la clase dominante. Las páginas web, las ONGs, los foros sociales y las concentraciones anticumbre eran los instrumentos de acceso a la elite. Su lenguaje se iba volviendo cada vez más apologético: con las fórmulas verbales adecuadas el plomo de la nimiedad –votar, enviar mensajes, navegar por la red, amontonarse— se transmutaba en el oro de la lucidez histórica y el heroísmo. Tal disparatado discurso quería cubrir una actitud colaboradora hasta lo indecente, por eso en la medida que definían una política “desde abajo a la izquierda”, aunque la maquillaran con añadidos “imaginativos”, ésta era la política de siempre; en la medida que reclamaban una alianza, era con los partidos y sindicatos de siempre; en la medida en que llamaban a votar, era a los candidatos de siempre. En realidad nos contaban que una vía más asistencial hacia el totalitarismo era posible, para lo cual otra burocracia dirigente era necesaria. Quienes hablaban y se comportaban de tal guisa, habiendo querido ser reformistas, acababan llamando a la puerta del poder como vulgares pretendientes. Si hoy nos podemos alegrar de su fracaso fue porque contaron con la complicidad de las masas. Igual que cualquier partido, pensaron que el número de manifestantes, de votantes o de mensajes SMS bastaba para justificar sus pretensiones políticas. Sin embargo, sentarse sobre las masas es como sentarse sobre un dedo. El mismo tedio que las mueve, las paraliza. Despolitizadas por definición, no son ni pueden ser ningún sujeto político dispuesto en todo momento a seguir a sus dirigentes. Las masas no quieren hacer política, quieren ser objeto de la política; no quieren cambiar la sociedad, en todo caso quieren que alguien se ocupe de ellas. Por eso son masas. Los verdaderos dirigentes lo sabían. La eternidad de la lucha de clases era un tabú intocable que no se empezó a profanar hasta después de la huelga general francesa de diciembre de 1995. Para el activismo social continuista la existencia de una clase portadora de los ideales manumisores estaba fuera de cualquier duda, puesto que si hubiera prescindido del concepto el edificio teórico por él sostenido se hubiera desmoronado, y con él la justificación de dicho activismo. Pero como los hechos eran tozudos, la clase obrera iba evaporándose, convirtiéndose sólo en un lugar común de la verborrea social obrerista, en un dogma de consolación. La agitación social que se mantuvo en esas posiciones se desconectó de la realidad, degradándose y quedándose al margen, dando pie a tertulias inocentes o a sectas fundamentalistas. La alternativa a la fe, a falta de una verdadera crítica del periodo final de la lucha de clases, a falta de una crítica de la recuperación posmoderna, a falta del restablecimiento de una perspectiva histórica de los combates sociales, tenía que ser otra fe. Así los nuevos remedios para el sectarismo, fueron forzosamente sectarios. Hubo intentos verdaderamente cómicos de restaurar la ideología leninista, voluntaristas anclajes en el anarcosindicalismo y sospechosas reposiciones del situacionismo. Para sus partidarios no había nada nuevo bajo el sol; todo estaba dicho. La aparición de las masas juveniles con toda su alegre intrascendencia no hizo sino reforzar ese atrincheramiento. La huida hacia delante ante las nuevas realidades se resolvió en dos opciones igualmente delirantes: o la posmodernidad “plural” anteriormente descrita, o las viejas ideologías, opción subdividida entre la fosilización contemplativa o el activismo extremista. Los activistas sectarios eran los partidarios del enfrentamiento inmediato con el sistema y por lo general se despreocupaban de las contradicciones que oscurecían e impedían la reformulación de la cuestión social, planteando la supremacía de la acción práctica sobre la reflexión y reduciendo ésta a una actividad subalterna al servicio de aquella. De este modo la crítica social quedaba disminuida a propaganda, simplificada en análisis, fórmulas y consignas aptas para el consumo quinceañero. En caso extremo, había incluso quienes veían en la reflexión, a no ser que se limitara a la glorificación de las llamas, un impedimento más que una guía para la acción. Caían en un pragmatismo de otro tipo y el empobrecimiento de la crítica comportado fue también el de la propia acción. El menosprecio del pensamiento es el de la estrategia. La acción privilegiaba uno de sus momentos, el choque, y se olvidaba de los demás. Aparecía como respuesta inmediata independiente del lugar, del tiempo y de la oportunidad, puntual, minoritaria y violenta. La acción devenía un fin en sí misma, más necesitada de técnica que de ideales. Para el activista no era necesario saber nada que no estuviera directamente relacionado con la acción. Y ésta no trataba de delimitar campos para lograr un terreno donde los oprimidos ejercitasen la libertad, sino que pretendía ser un acto ejemplar susceptible de despertar admiración y tener imitadores. El grado de destrucción conseguido determinaba la calidad, pues el fetichismo de la acción inducía a la mistificación de la violencia y asimilaba ésta al radicalismo; asimismo confundía con frecuencia dominación con represión de tal forma que, creyendo combatir al orden establecido simplemente disputaba con su policía. En los medios activistas, a la falsa oposición entre teoría y práctica correspondía la contraposición entre organización de masas y agrupación informal. Hasta entonces la organización siempre había significado fuerza; no negaba la informalidad sino que la complementaba: la sociabilidad de clase, los entramados de ayuda mutua y solidaridad, el compañerismo, la entrega... proporcionaban a la organización solidez a la vez que la impedían degenerar en burocracia. Evidentemente las estructuras informales son hoy la única forma posible de organización entre otras cosas porque las bases informales que constituían los cimientos de formas más coordinadas han sido destruidas por el enemigo. La enorme dificultad que existe para que los individuos entablen relaciones transparentes y se comprometan con la causa de la libertad obliga a ser muy flexible en cuestiones organizativas, pero eso no es un logro, sino una condición impuesta por el deterioro de las personas y de las luchas. Los niveles de organización dependen del desarrollo de la conciencia de clase y esta depende de las luchas. La estructura informal se impone cuando no hay clase manifiesta y las fuerzas son débiles y dispersas. La organización es por lo tanto un proceso que está en función de la generalización y la radicalización de las luchas, ambas cosas necesarias para la aparición de proyectos revolucionarios de envergadura. Por otro lado, la informalidad no es una vacuna contra la burocracia; la burocracia puede muy bien adaptarse a las apariencias de informalidad. Tampoco es un remedio contra la infiltración; los provocadores saben manejarse tanto por esos medios como por los otros. Son otros factores los que cuentan: la experiencia, la calidad humana, la astucia... Lo que desde luego no se puede hacer informalmente es pasar a la ofensiva, pero por desgracia, estamos lejos de poder permitirnos algo parecido a eso.

En realidad la actitud activista y la contemplativa se comprenden perfectamente si nos damos cuenta de que no son más que formas políticas de la mentalidad adolescente y la senil. Dado que la dominación tiende a mantener a toda la población en minoría de edad permanente, el activismo se da también en gente ya muy entrada en años. Dentro del sistema se suele estar en la edad del pavo, pero una adolescencia perenne no excluye los síntomas de la senilidad, por eso ambas mentalidades son menos opuestas de lo que parece; con facilidad se pasa de la herejía a la ortodoxia, y el extremista de hoy puede con toda probabilidad convertirse en el pacifista renegado de mañana. La inconsecuencia es un aspecto de la inmadurez cercana a la esclerosis, que lo es de la vejez, por lo que no son de extrañar tales mutaciones. La inmensa capacidad de autoengaño de cadetes y vejestorios contribuye a ello. De la improvisación y atolondramiento activistas puede pasarse sin etapas intermedias a la sofisticación ideológica y la corrección política. Son conductas que anuncian una toma de conciencia de clase, pero de la clase que domina. Juvenilización y senilización son dos lados del proceso masificador, destructor de la individualidad y por tanto, de las clases oprimidas en tanto que comunidades de individuos conscientes. Dicho proceso prosigue hasta su conversión en masas. Han mantenido un grado elevado de conciencia social solamente aquellos que han sabido tener la edad apropiada, sacando el mayor partido de su experiencia y de la experiencia de otros. Así han podido escapar a las trampas de la ideología, del espectáculo y del activismo, reanudando la tradición de los oprimidos. Ellos son los verdaderos radicales, porque no contemporizan, porque no pactan, porque no olvidan; en una palabra, porque van derechos a la raíz de las cosas. Pero sólo van derechos los que saben reconocer dicha raíz, y tal conocimiento no está ligado a ningún lugar, sino a la historia: no depende del espacio, sino del tiempo.

4 comentarios :

  1. Llegit, et deixo aquest enllaç, no està gens malament el anàlisi que fa de Ellul.

    http://www.nodo50.org/ekintza/spip.php?article485


    Salutacions

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    1. Efectivament, no està gens malament l'anàlisi. De fet, ha despertat el meu interès per Ellul. al qual he de reconèixer que no coneixia. Llegiré tot el que d'ell trobi.
      Gràcies per l'enllaç.

      Salut

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  2. Et deixo un article molt interesant del Carlos al seu blog "Conspiración Abierta".

    http://conspiracionabierta.blogspot.com.es/2015/03/podemos-es-keynes-y-keynes-es.html

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    1. Jo mai vaig confiar en Podem, però el meu anàlisi del mateix no hauria arribat tan lluny com el de Carlos, amb qui estic d'acord. La seva hipòtesi, impecable i molt ben argumentada, m'ha recordat el paper de mamporrero del PSOE durant la Transició i posteriorment (OTAN d'entrada no). M'ha vingut a la memòria una conversa que vaig mantenir amb un oficial, d'alta graduació, del CESID un parell de dies abans del referèndum de l'OTAN. Li vaig preguntar què passaria si sortia vencedor al NO i em respondión, impassible i amb jactància, que "aquesta opció no es contemplava". Vaig insistir. Suposem que surt No, què passaria? La resposta va ser contundent: "No insisteixis. Va a sortir SÍ". Guardo una incòmoda sensació d'aquella breu conversa, l'esforç de molta gent a favor del NO va ser titànic i encara em fa mal pensar que inútil, atès que les cartes estaven marcades per endavant. T'agraeixo molt l'aportació, aquesta és l'única manera d'obtenir informació crítica.

      Salut

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