07 diciembre, 2012

EL TERRITORIO PRELITORAL MEDITERRÁNEO COMO TARJETA POSTAL


Miquel Amorós

La ordenación del territorio peninsular según el interés del capital ha roto el equilibrio entre territorio interior y periferia costera, quedando la población concentrada en el litoral, la capital del país y las capitales regionales, mientras el resto del territorio continúa con su despoblamiento. El 60% de la población habita en municipios costeros pero de cumplirse los planes aprobados en los consistorios afectados subirán diez puntos en los próximos diez años. Desde 1900 a 2001 han desaparecido 1200 municipios que albergaron en su día cerca de dos millones de habitantes. La población se incrementó en 22 millones durante el mismo periodo, de los cuales el 40% vive en siete conurbaciones que no representan más que el 1% del territorio. El paso de una economía productora de bienes a otra de servicios ocurrido durante la globalización no hace sino acelerar el proceso: merced a una urbanización desbocada la costa queda completamente destruida, mientras que el interior cercano muda en una reserva de suelo donde continuar la actividad inmobiliaria.

Dada la escasa presencia de las ciudades mediterráneas en las finanzas internacionales, el declive de la industria y el ocaso de la agricultura, la construcción aparece como el único motor de la economía, y el urbanismo salvaje, como la única herramienta para acumular rápidamente capital. Los permisos de construcción son la principal fuente de financiación de los ayuntamientos y más del 70% de la recaudación tributaria de los gobiernos regionales tienen que ver con la compraventa de vivienda nueva o de segunda mano (transmisiones patrimoniales, actos jurídicos documentales, etc.).

La economía terciaria es despilfarradora de espacio; acarrea una explotación extensiva del territorio, el cual queda sometido a fuertes presiones especulativas, fruto de los incesantes movimientos al alza del mercado del suelo y de la vivienda, estimulado en primer lugar por la demanda local de segundas residencias. Todo ello favorecido por leyes permisivas, complicidad política y corrupción administrativa. Fin de la distinción entre campo y ciudad. El espacio del capital deja de ser exclusivamente el territorio urbano, o lo que viene a ser lo mismo, todo territorio exterior a las metrópolis es potencialmente metropolitano. La estructura territorial de pueblos y ciudades de dimensión mediana, rodeados por huertas y comunicados en red, queda radicalmente cambiada.

La mejora de los accesos viarios desde la misma orilla del mar y la conversión por la retaguardia de la N-340 en autovía, al favorecer el transporte, facilita el trueque de la actividad productiva en comercial y logística –es decir, la terciarización–, de forma que el territorio prelitoral se vuelve satélite de la alargadísima conurbación costera, ya “vertebrada” por la autopista A7.

Una vez saturado el litoral, la presión de los promotores se traslada a la segunda y tercera línea de la costa, al otro lado de la autopista. A fin de aumentarla, la Generalitat valenciana impulsa en la provincia de Alicante la construcción de nueve autovías “de alta capacidad”, una “malla” de 180 Km. que conecta con eficacia el interior con la conurbación costera. Los pueblos y ciudades hasta cincuenta o sesenta kilómetros tierra adentro entran en el mercado inmobiliario con fuerza, y el suelo, transformado en paisaje, ofrece posibilidades de grandes plusvalías gracias a una recalificación que permita la construcción de segundas residencias e instalaciones turísticas. O aunque no lo permita; el trabajo sucio que prepara el terreno es llevado a cabo por pequeñas constructoras e inmobiliarias locales, que edifican en suelo no urbanizable, en parcelas agrarias o en espacios protegidos. La inmensa demanda de agua, siempre escasa en la zona, de las urbanizaciones y los campos de golf obliga a la construcción de embalses y trasvases aberrantes, que con la consiguiente desecación de los acuíferos, los humedales y las fuentes, elimina los ríos. La demanda de energía hace que en las lomas peladas las eólicas sustituyan a las carrascas y que las líneas de alta tensión surquen el terreno y amenacen la salud de sus habitantes, como los desperdicios que se acumulan y contaminan las capas freáticas de los suelos. Se generan siete kilos diarios de residuos por habitante. Los bosques padecen sobredosis de incendios, mientras que los caminos son borrados por las carreteras que de paso subrayan a picotazos el paisaje calizo de las montañas, mordidas por las canteras.

En el mar y en la montaña se oye el mismo discurso de la mercancía. La identidad territorial, aquello que volvía únicos los lugares, ya no existe. Por todas partes donde han construido los vándalos el espacio se ha banalizado, se ha vuelto vulgar e igual a cualquier otro, ha sido proletarizado. Sin embargo, la singularidad local no dependía tanto del espacio como de sus gentes, de su modo de vivir, de sus costumbres, de sus tradiciones. Por eso la conservación del lugar como paisaje termina en cierto modo de clavar el puñal a lo propio, pues nada distingue ya a un aldeano de un urbanita, ni a uno de ellos de su vecino de al lado; hablan la misma lengua con el mismo acento, conducen los mismos coches hacia lugares idénticos, comen la misma comida industrial, ven los mismos programas de televisión, y en definitiva, tienen la misma mentalidad e igual idea mercantilizada del tiempo y de la existencia. De hecho, gracias a la motorización generalizada nadie es cien por cien de ninguna parte; los habitantes de los pueblos suelen trabajar en las ciudades y viceversa, de forma que el asfalto que los comunica deviene un hábitat común, pues todos pasan en él una parte significativa de su tiempo. Finalmente, los movimientos migratorios completan el panorama del desarraigo.

Cada vez son más los residentes de origen europeo de mediana edad que se instalan para gozar de un clima benigno, y, en el otro extremo, cada vez abundan más los trabajadores foráneos que expulsados de sus países por la miseria, buscan su subsistencia lejos.

El mercado del suelo es un mercado global, que escapa al control no ya de los propietarios, sino al de los especuladores locales. Las decisiones que determinan los cambios que experimenta el territorio no dependen de sus habitantes, sino del humor de ejecutivos que probablemente nunca lo han hollado y que no tienen en cuenta más que la rentabilidad de las cédulas hipotecarias o las variaciones del euribor. El territorio ha de poseer una nueva identidad de mercado con la que competir con otros. Por desgracia, los dirigentes de los pueblos y ciudades pequeñas, aunque no sean corruptos, hacen la cama a las inmobiliarias al esforzarse en promocionar una imagen de marca que atraiga a los visitantes, y, por supuesto, que acerque a los inversores, con lo que el proceso de destrucción prosigue inexorablemente.

La manzana de la salvación que las finanzas exteriores ofrecen a las poblaciones después de haberlas arruinado, es un fruto ponzoñoso, pero los pueblos medio muertos y las ciudades en quiebra no tienen otra opción: o ponen su territorio a rendir, o languidecen en la decadencia. Es el momento en el que intervienen las clases medias que han surgido durante el tránsito a la economía de servicios, gracias a plataformas cívicas que reivindican una “nueva cultura del territorio”. Dicha cultura consiste en la reinversión de una parte de los beneficios de la destrucción en el propio territorio, con vistas a seguir rentabilizándolo. La acumulación de capital se prolonga en la reconstrucción territorial de acuerdo con tópicos ecologistas salpicados de folklore local. No se preserva así la identidad para sus habitantes sino la imagen para los negocios. No se impide la catástrofe ambiental y social, sino que se cogestiona con el objetivo de no perjudicar los nuevos intereses locales económicos y políticos. Los numerosos “Salvem” no salvan entonces al territorio del mercado, lo salvan para el mercado.

La resistencia a la destrucción y a la reconstrucción folklórico-mercantil del territorio ha de basarse en estrategias que paralicen el mercado del suelo desde un modo de vida no consumista ni motorizado. Una forma de vivir autónoma necesita ser autosuficiente al menos en cuanto a las necesidades elementales, pero sobre todo ha de ser comunitaria. Implica por un lado la relocalización de las actividades tradicionales abandonadas, como la agricultura biológica, los talleres artesanos y la pequeña industria cooperativa. Por otro lado, la propiedad comunal y el derecho consuetudinario. O sea, por un lado, el autoabastecimiento, el trueque y, en definitiva, la recolocación del territorio fuera de la geografía del capital. Por el otro, la creación de lugares de encuentro y discusión, la revitalización de la cultura y la vida pública. La forma espacial de la libertad es la autogestión territorial mediante asambleas comunales. La asamblea municipal, elemento fundamental de la democracia directa, ha de detentar el poder por encima de cualquier otro órgano. Son las únicas instituciones donde un interés general puede formularse en una sociedad descentralizada. Cuidado con las coordinadoras, los consejos económicos o los comités de ciudadanos, porque en la medida que escapan al control asambleario introducen al Estado o al Mercado por la puerta falsa. Pero también la asamblea en sí puede llevar al mismo resultado; si la conciencia social es baja y el amor a la libertad nulo. Solamente las asambleas pueden constituir los municipios como comunidad de intereses y a través de ellas gestionar libremente el territorio, pero todo dependerá del apasionamiento de los individuos que las compongan. Los organismos de la libertad están hechos de hombres libres.

Charla en el centro social de l’Estació, Albaida (Valencia), 14 de octubre de 2006.

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