22 septiembre, 2016

El ratón, el gato, la cultura y la economía – Anselm Jappe


Una de las fábulas de los hermanos Grimm se titula «El gato y el ratón hacen vida en común». Un gato convence a un ratón de que siente un gran deseo de intimar con él; comienzan a hacer vida en común y, con vistas al invierno, compran un tarro de manteca, que esconden en una iglesia. El gato, sin embargo y con el pretexto de ir a un bautizo, sale en varias ocasiones y, poco a poco, se come toda la manteca. Cada vez que vuelve al hogar, se divierte dándole respuestas ambiguas al ratón sobre lo que ha estado haciendo. Cuando finalmente van juntos a la iglesia para comerse la manteca, el ratón descubre el engaño y el gato, por toda respuesta, se come al ratón. La última frase de la fábula expresa su moraleja: «Así van las cosas de este mundo».

La relación entre la cultura y la economía corre un serio riesgo de asemejarse a esta fábula, y no es difícil imaginar quién, entre la cultura y la economía, desempeña el papel del gato y quién el del ratón, a fortiori hoy, en la época del capitalismo plenamente desarrollado, globalizado y neoliberal. ¿Cuál es el lugar de la cultura en una sociedad de mercado en la que todo está sometido a la oferta y la demanda, a la competencia y al ansia de comprar? Es una pregunta de carácter general que se vuelve concreta cuando, por ejemplo, se trata de saber quién debe financiar las instituciones culturales y qué expectativas, y a qué público, deben satisfacer éstas. Para tratar de ofrecer algunas respuestas, conviene partir de un poco más atrás, o incluso de mucho más atrás.
Junto a la producción de bienes y servicios a través de la cual trata de satisfacer las necesidades vitales y físicas de sus miembros, toda sociedad crea igualmente un gran número de construcciones simbólicas. Con éstas, la sociedad elabora una representación de sí misma y del mundo en el cual está inserta y propone, o impone, a sus miembros unas identidades y unos modos de comportamiento. Dependiendo de las circunstancias, la producción de sentido puede desempeñar un papel igual o mayor que la satisfacción de las necesidades primarias. La religión y la mitología, los usos y las formas de vida cotidianos –sobre todo, los relativos a la familia y a la reproducción–, y lo que desde el Renacimiento se llama «arte», forman parte de esta categoría de lo simbólico. En muchos aspectos, estos diferentes códigos simbólicos no estaban separados entre sí en las sociedades antiguas; basta pensar en el carácter en gran parte religioso de casi todo el arte a lo largo de la historia. Lo que, en cualquier caso, no existía era la separación entre una esfera económica y una esfera simbólica y cultural. Un objeto podía, al mismo tiempo, satisfacer una necesidad primaria y poseer un aspecto estético.(1)

La sociedad capitalista e industrial ha sido la primera en la historia en separar el «trabajo» de las otras actividades y en hacer del trabajo y sus productos, lo que se conoce como «economía», el centro soberano de la vida social. En paralelo, la faceta cultural y estética que, en las sociedades preindustriales, podía aparecer mezclada con todos los aspectos de la vida, se concentra en una esfera aparte. Esta esfera no está sometida a priori a las leyes que caracterizan a la esfera económica; puede permitirse resultar «inútil» y no contribuir a aumentar el poder y la riqueza de quienes la crean y de quienes la «consumen». Así, en ocasiones pueden aflorar en ella verdades críticas, que normalmente son reprimidas o rechazadas y que conciernen a la vida social y a su sumisión a las condiciones cada vez más restrictivas creadas por la competencia económica. Pero la cultura paga esta libertad a un precio muy alto: con la marginación, con su reducción a un juego que, al no formar parte del ciclo de trabajo y de acumulación del capital, permanece siempre en una posición subordinada a la esfera económica y a quienes la gobiernan. Esta «autonomía del arte» conoció su apogeo en el siglo XIX. Pero hay que decir que incluso entonces el arte no era otra cosa que un jardín privado o un Hyde Park Speaker's Corner en el que uno podía expresarse libremente a condición de que no tuviera consecuencias; en otras palabras, un simple desahogo. Era la aparición de la idea de algo diferente, pero nunca su realización.
Pero ni siquiera esta autonomía limitada ha podido resistirse a la dinámica del capitalismo, dedicada a absorberlo todo y a no dejar nada fuera de su lógica de valorización. Primero, las obras de arte autónomo –por ejemplo los cuadros de las vanguardias históricas– entraron en el mercado para convertirse en mercancías como las demás. Después, la producción misma de «bienes culturales» se mercantilizó; es decir que aquí se aspiraba desde el principio más a la ganancia que a la calidad artística intrínseca. Éste es el estadio de la «industria cultural», descrito inicialmente por los filósofos alemanes Theodor W. Adorno, Max Horkheimer, Herbert Marcuse y Günther Anders en torno a 1940, cuando vivían en los Estados Unidos.(2)
A continuación, en una etapa ulterior del mismo desarrollo, se produjo una especie de perversa reintegración de la cultura en la vida, pero solo a modo de ornamento de la producción de mercancías, es decir, en forma de diseño, de publicidad y de moda. Ahora los artistas rara vez son otra cosa que los nuevos bufones y juglares de la corte, que deben disputarse las migajas que los nuevos patrones, bajo el nombre de patrocinadores, les arrojan. Por supuesto, muchos experimentan cierto malestar frente a esta «mercantilización de la cultura» y preferirían que la cultura «de calidad» –según los gustos, puede tratarse del «cine de autor», de la ópera o de la artesanía indígena– no fuese tratada exactamente igual que la producción de calzado, de videojuegos o de viajes turísticos; es decir, conforme únicamente a la lógica de la inversión y la ganancia. Se invoca entonces lo que en Francia se llama «la excepción cultural»: un discurso que viene a significar que la lógica capitalista –la competencia y el mercado– funciona muy bien en casi todos los ámbitos (y sobre todo allí donde «nosotros» somos los ganadores; por ejemplo, en las exportaciones industriales), pero que sea, por favor, tan amable de dejar a la cultura fuera del alcance de sus garras.
Es una esperanza de lo más ingenua, pues, en efecto, quien acepta el principio de la competencia capitalista se ve, acto seguido, forzado a aceptar igualmente todas sus consecuencias. Si se admite que es justo que un zapato o un viaje sean considerados exclusivamente en función de la cantidad de trabajo que representan y bajo la forma de dinero, resulta bastante incoherente asombrarse después de que esta misma lógica sea aplicada a los «productos» culturales. Aquí vale el mismo principio que en otras partes: no nos podemos oponer a los llamados «excesos ultraliberales» de la mercantilización –lo que actualmente hacen muchos– sin poner en entredicho sus fundamentos –lo que no hace casi nadie–. Como sabe cualquier telespectador, la dinámica global de la mercancía no renuncia a despedazar cuerpos de niños si puede obtener una pequeña ganancia con las minas antipersonas; y seguramente tampoco se dejará intimidar por las respetuosas protestas de los cineastas franceses o de los directores de museo exasperados por tener que lamer las botas de los ejecutivos de Coca–Cola o de la industria petroquímica para que les financien una exposición.

La capitulación incondicional de la cultura ante los imperativos económicos no es más que una parte de la mercantilización, cada vez más generalizada, de todos los aspectos de la vida, y no puede ser puesta en discusión solo para la cultura sin afrontar la ruptura con la dictadura de la economía en todos los niveles. No existe razón alguna por la cual la cultura, y nada más que ella, haya de ser capaz de salvaguardar su autonomía frente a la pura lógica del beneficio, si ninguna otra esfera lo consigue.
En consecuencia, la cultura no se salva, «por sus ojos bonitos», de la necesidad que tiene el capital de encontrar siempre nuevas esferas de valorización –dicho banalmente, nuevas oportunidades de ganancia–. Incluso es algo evidente que en el interior de la cultura, en sentido amplio, la «industria del entretenimiento» constituye el objeto principal de inversión. Ya en los años setenta, el grupo de pop sueco Abba era el primer exportador del país, por delante de la empresa militar Saab; los Beatles fueron nombrados caballeros por la reina en 1965, debido a su enorme contribución a la economía inglesa. Además, la industria del entretenimiento –de la televisión a la música rock del turismo a la prensa del corazón– desempeña un papel importante de pacificación social y de creación de consenso; un hecho que sintetiza muy bien el concepto de «tittytainment». ¿De qué se trata? En 1995 se celebró en San Francisco el primer State of the World Forum, en el cual participaron alrededor de 500 de las personalidades más poderosas del mundo {entre otros Gorbachov, Bush júnior, Thatcher, Bill Gates...) para discutir la siguiente cuestión: ¿qué hacer en el futuro con ese ochenta por ciento de la población mundial que ya no será necesaria para la producción? Zbigniew Brzezinski, ex–consejero del presidente Jimmy Carter, habría propuesto entonces como solución lo que él mismo llamó «tittytainment»: a las poblaciones «superfluas» y potencialmente peligrosas a causa de su frustración se les destinará una mezcla de sustento suficiente y de entretenimiento, de entertaínment embrutecedor, para obtener un estado de feliz letargo similar a aquel del neonato que mama del pecho (tits, en la jerga americana) de la madre.(3) 

En otros términos, el papel central tradicionalmente asignado a la represión a fin de evitar disturbios sociales viene ahora acompañado en gran medida de la infantilización(4) (sin llegar a reemplazarla por completo, contra lo que algunos parecen creer). La relación entre la economía y la cultura no se limita, por tanto, a la instrumentalización de la cultura por la economía. Va bastante más allá de la irritación de ver, sobre toda manifestación artística, el logo de los patrocinadores; los cuales, dicho sea de paso, también financiaban la cultura hace cuarenta años, solo que entonces lo hacían a través de los impuestos que pagaban y, en consecuencia, sin poder jactarse de ello y, sobre todo, sin poder influir sobre las elecciones artísticas. Sin embargo, la relación entre la fase actual del capitalismo y la fase actual de la «producción cultural» es aún más directa. Existe un profundo isomorfismo entre la industria del entretenimiento y la deriva del capitalismo hacia la infantilización y el narcisismo. La economía material mantiene vínculos estrechos con las nuevas formas de la «economía psíquica y libidinal».
En una sociedad que no solamente se basa en la producción de mercancías, sino que además tiene como vínculo social principal el trabajo que las produce, era inevitable, a la larga, que el narcisismo se convirtiese en la forma psíquica más típica.(5) El enorme desarrollo de la industria del entretenimiento es al mismo tiempo causa y consecuencia de la proliferación del narcisismo. Así, dicha industria es una de las principales responsables de la verdadera «regresión antropológica» a la cual nos arrastra ya el capitalismo.

El narcisismo constituye, en efecto, tal regresión tanto a nivel colectivo como a nivel individual. El niño, en su primera evolución psíquica, debe superar el estadio de la tranquilizadora fusión con la madre que caracteriza el primer año de vida (se trata de lo que Freud llama el «narcisismo primario», y que constituye una etapa necesaria). El niño tiene que atravesar los dolores del conflicto edípico para llegar a una valoración realista de sus fuerzas y de sus límites, y para renunciar a los sueños infantiles de omnipotencia. Solo así puede nacer una persona psicológicamente equilibrada. La educación tradicional aspiraba, mejor o peor, a sustituir el principio de placer por el principio de realidad, pero sin aniquilarlo por completo. Las etapas del desarrollo psicológico del individuo que no se resuelven de manera satisfactoria dan lugar a neurosis e incluso a psicosis. El niño no posee, pues, una perfección originaria, ni abandona espontáneamente su narcisismo inicial. Necesita que se le guíe para poder acceder a la plena realización de su humanidad. Las construcciones simbólicas elaboradas por las diferentes culturas desempeñan evidentemente un papel esencial en este proceso (incluso si no todas las construcciones simbólicas tradicionales parecen igualmente aptas para promover una vida humana plena, pero éste es otro asunto).
En el polo opuesto encontramos el capitalismo en su fase más reciente, que comenzó esencialmente en los años 70, en la cual se diría que el consumo y la seducción parecen haber reemplazado a la producción y la represión como motor y como principal modalidad de desarrollo. Este capitalismo posmoderno representa la única sociedad en la historia que haya promovido una infantilización masiva de sus miembros y una desimbolización a gran escala. Ahora todo contribuye a mantener al ser humano en una condición infantil: de los tebeos a la televisión, de las técnicas de restauración de obras de arte antiguas a la publicidad, de los videojuegos a las programaciones escolares, del deporte de masas a los psicotrópicos, de Second Life a las exposiciones en los museos, todo concurre a la creación de un consumidor dócil y narcisista que ve en el mundo entero una extensión de sí mismo, gobernable con un clic de ratón. 

La presión continua de los medios de masas y la eliminación contemporánea tanto de la realidad como de la imaginación en beneficio de una chata reproducción de lo existente, la «flexibilidad» permanentemente impuesta a los individuos y la desaparición de las perspectivas tradicionales de sentido, la desvalorización simultánea de lo que antaño constituía la madurez de las personas y de lo que daba su encanto a la infancia, sustituidas por una eterna adolescencia degradada han producido una auténtica regresión humana a gran escala, algo que bien podríamos llamar barbarie cotidiana. Algunos expresan críticas –fuertes, incluso– contra tales fenómenos; pero los remedios que proponen resultan impotentes, o banalmente reaccionarios (cuando se propone una simple restauración de las autoridades tradicionales). Sólo a partir de un cuestionamiento radical de la lógica de la mercancía se pueden comprender las raíces profundas de estas tendencias a la deshumanización.

Podemos preguntarnos por qué semejante refuerzo de las tendencias regresivas en la sociedad ha suscitado tan poca oposición. Incluso al contrario: todos han contribuido a esta situación. La derecha, porque siempre cree en el mercado, al menos desde que se convirtió enteramente al liberalismo; la izquierda, porque cree en la igualdad de los ciudadanos. Lo más curioso es justamente el papel que ha desempeñado la izquierda en esta adaptación de la cultura a las exigencias del neocapitalismo. A menudo se ha situado a la vanguardia de la transformación de la cultura en mercancía, sin quitarse de la boca las palabras mágicas de «democratización» y de «igualdad». ¡La cultura debe estar al alcance de todos! ¿Quién puede negar que se trate de una muy noble aspiración? Mucho más rápidamente que la derecha, la izquierda –por «moderada» o «radical» que sea– ha abandonado, sobre todo después de 1968, la idea misma de que pueda existir una diferencia cualitativa entre diferentes expresiones culturales. Explíquenle a cualquier representante de la izquierda cultural que Beethoven vale más que un rap o que estaría mejor que los niños aprendieran de memoria poesías en lugar de jugar a la PlayStation, y él les tildará automáticamente de «reaccionario» y «elitista». La izquierda ha hecho las paces casi en todas partes con las jerarquías de la riqueza y del poder, y las tiene por inevitables o incluso agradables, aunque el daño que hacen sea evidente a los ojos de todo el mundo. Ha querido, en cambio, abolir las jerarquías ahí donde pueden tener algún sentido, a condición de que no sean establecidas de una vez por todas, de que sean modificables: las de la inteligencia, del gusto, de la sensibilidad, del talento. Es justamente la existencia de una jerarquía de valores la que puede negar y poner en tela de juicio la jerarquía del poder y del dinero, la cual domina sin resquicios en la época en la que se niega toda jerarquía cultural.

Pero incluso quienes admiten el declive de la cultura general –en la escuela, por ejemplo– añaden inevitablemente a esta constatación la afirmación de que, antaño, la cultura tal vez tuviese un nivel más elevado, pero constituía el privilegio de una minoría ínfima, en tanto la gran mayoría estaba condenada a la ignorancia, cuando no al analfabetismo. Hoy en día, por el contrario, todo el mundo puede acceder a los conocimientos –afirman. ¿Es esto cierto? Se diría, sin embargo, que los niños que crecen hoy con Homero, Shakespeare o Rousseau representan una minoría aún más ínfima que en otros tiempos. La industria del entretenimiento no ha hecho más que sustituir una forma de ignorancia por otra, del mismo modo que el notable aumento del número de personas que poseen un diploma de educación superior o que frecuentan la universidad –eterno motivo de orgullo de todas las políticas educativas– no parece haber incrementado mucho el número de personas dotadas de cultura, o que simplemente saben algo. Actualmente, en las universidades francesas, se pueden cursar másteres sobre materias y con unos conocimientos que, hace treinta años, habrían sido insuficientes para obtener un título en un centro de formación profesional. Así, «no es cosa de magia» que cada año más o menos la mitad de los jóvenes obtenga su título de bachillerato: ¡menuda victoria para la democratización de la cultura! No se puede llamar a los productos de la industria del entretenimiento «cultura de masas» ni «cultura popular», como sugiere, por ejemplo, el término «música pop», o como afirman los que acusan de «elitismo» a toda crítica de lo que en realidad no es más que el «formateo» de las masas, por utilizar una palabra contemporánea muy elocuente. El relativismo generalizado y el rechazo de toda jerarquía cultural frecuentemente se han hecho pasar, sobre todo en la época «posmoderna», por formas de emancipación y de crítica social, por ejemplo, en nombre de las culturas «subalternas». Si se observa mejor, diríamos más bien que son reflejos culturales del dominio de la mercancía. Ante la mercancía, incapaz de hacer distinciones cualitativas, todo es igual. Todo es material para el proceso –siempre idéntico– de valorización del valor. Esta indiferencia de la mercancía hacia todo contenido se manifiesta en una producción cultural que rechaza cualquier juicio cualitativo y para la cual todo equivale a todo. «La industria cultural lo iguala todo», declaraba Adorno ya en 1944.
Seguramente, no faltará quien acuse a esta argumentación de «autoritarismo» y afirme que es «la gente» misma la que espontáneamente quiere, pide, desea los productos de la industria cultural, incluso si se encuentran en presencia de otras expresiones culturales alternativas; así como millones de personas comen encantadas en los fastfood, aunque tengan la posibilidad de comer en cualquier otro lugar por el mismo precio. Para responder a esta objeción, evidentemente se puede recordar el hecho elemental de que, en medio de un bombardeo mediático masivo y continuo a favor de ciertos estilos de vida, la «libre elección» está bastante condicionada. Pero no se trata solamente de «manipulación». Como hemos visto, el acceso a la plenitud del ser humano requiere la ayuda de quien ya la posee, al menos parcialmente. Dejar libre curso al desarrollo «espontáneo» no implica crear las condiciones para la libertad. La «mano invisible» del mercado termina en el monopolio absoluto o en la guerra de todos contra todos, no en la armonía. Así, no ayudar a alguien a desarrollar su capacidad de diferenciación significa condenarlo a un infantilismo perpetuo.
Se puede explicar lo anterior mediante un hecho particularmente interesante y que, por cierto, no está sacado del psicoanálisis, sino de la cocina. Existen cuatro sabores fundamentales en el sentido del gusto: dulce, salado, ácido y amargo. Ahora bien, el paladar humano es capaz de percibir la diezmilésima parte de una gota amarga disuelta en un vaso de agua, mientras que para los otros sabores se necesita una gota entera.(6) En consecuencia, ningún otro sabor es tan susceptible de diferenciación ni posee una multiplicidad casi infinita de sensaciones gustativas como lo amargo. Las culturas del vino, del té y del queso, esas grandes fuentes de placer en la existencia humana, se basan en estos innumerables tipos y grados de amargura.
Sin embargo, los niños pequeños rechazan espontáneamente lo amargo y no aceptan más que lo dulce y, después, lo salado. Tienen que ser educados para apreciar lo amargo, venciendo esa resistencia inicial. Como recompensa, desarrollarán una capacidad para gozar de esta dimensión del sabor que, de otro modo, se hubiera mantenido inaccesible para ellos. Pero si nadie se lo sugiere, los niños no pedirán nunca otra cosa que lo dulce y lo salado, que presentan muy pocos matices y pueden solamente ser más o menos fuertes.
Es así como nace el consumidor de fastfood –que se basa, como es sabido, únicamente en lo dulce y lo salado–, incapaz de disfrutar de sabores diferentes. Y todo lo que no se haya aprendido de pequeños ya no se aprenderá de mayores: si un niño que ha crecido a base de hamburguesas y Coca-Cola se convierte en un nuevo rico y quiere ostentar cultura y refinamiento, por mucho que consuma vinos caros y quesos de calidad, jamás será capaz de apreciarlos verdaderamente.(7)

Se puede aplicar este razonamiento sobre el «gusto» gastronómico al «gusto» estético. Se necesita una educación para apreciar la música de Bach o la música árabe tradicional, mientras que la simple posesión de un cuerpo basta para «apreciar» los estímulos somáticos de la música rock. Resulta innegable que una buena parte de la población mundial ahora parece pedir «espontáneamente» Coca–Cola y música rock, tebeos y pornografía en red. Sin embargo, esto no demuestra que el capitalismo, que ofrece todas estas maravillas con gran prodigalidad, esté en sintonía con la «naturaleza humana», sino más bien que ha logrado mantener dicha «naturaleza» en su estadio inicial. En efecto, tampoco comer con tenedor y cuchillo es algo que se dé en principio en el desarrollo de un individuo...
Por lo tanto, el éxito de las industrias del entretenimiento y de la cultura de lo «fácil» –un éxito increíblemente mundial que sobrepasa todas las barreras culturales– no se debe solo a la propaganda y a la manipulación, sino también al hecho de que tales industrias alientan el deseo «natural» del niño de no abandonar su posición narcisista. 

La alianza entre las nuevas formas de dominación, las exigencias de la valorización del capital y las técnicas de marketing es tan eficaz porque se apoya en una tendencia regresiva ya presente en el hombre. La virtualización del mundo, de la que tanto se habla, es también una estimulación de los deseos infantiles de omnipotencia. «Derribar todos los límites» es la principal incitación que recibimos hoy en día, ya se trate de la carrera profesional o de la vida eterna prometida por la medicina, ya de las infinitas existencias que uno puede vivir en los videojuegos o de la idea de un «crecimiento económico» ilimitado como solución de todos los problemas. El capitalismo es la primera sociedad en la historia que se basa en la ausencia de todo límite, y que lo dice todo el tiempo. Hoy comenzamos a calibrar lo que esto significa.
Pero si la industria cultural está en total sintonía con la sociedad de la mercancía, ¿acaso le podemos oponer el «verdadero» arte en cuanto reino de lo humano? La complicidad abierta o camuflada con los poderes establecidos y las formas de vida dominantes siempre ha caracterizado a una gran parte de las obras culturales, incluso a las más elevadas. Lo importante es, con todo, que antes existía la posibilidad de distanciarse. La capacidad característica de las mejores obras de arte del pasado de provocar choques existenciales, de poner en crisis al individuo en lugar de consolarlo y confirmarlo en su forma de existencia habitual,(8) está claramente ausente en los productos de la industria del entretenimiento. Estos tienen como objetivo la «experiencia» y el «acontecimiento». Quien se propone vender se adelanta a los deseos de los compradores y a su búsqueda de una satisfacción instantánea; aspira a confirmar la alta opinión que estos tienen de sí mismos, en vez de frustrarlos con obras que no son inmediatamente «legibles». Hasta una época reciente, se juzgaba –en el campo estético– a una persona a partir de las obras que sabía apreciar, y no las obras a partir de la cantidad de personas a las que atraían, a partir del número de visitantes que acudían a una exposición o a partir del número de descargas producidas. Quien estaba en condiciones de captar la complejidad y la riqueza de una obra particularmente lograda era considerado, en consecuencia, como alguien que había avanzado bastante en la ruta de la realización humana. ¡Qué contraste con la visión posmoderna, según la cual cada espectador es democráticamente libre de ver en una obra lo que quiera y, por tanto, todo lo que él mismo proyecte sobre ella! Ciertamente, de este modo el espectador no se confrontará jamás con nada verdaderamente nuevo y tendrá la tranquilizadora certeza de poder seguir siendo siempre lo que ya es. Exactamente en esto consiste el rechazo narcisista de entrar en una verdadera relación objetual con un mundo distinto del Yo.

Desde este punto de vista, hoy apenas existe diferencia alguna entre el «gran arte» y el arte «de masas». Demasiado a menudo el arte contemporáneo parece tan poco capaz de sacudir al espectador como los productos de la industria del entretenimiento, y participa de la misma desrealización general. Cuando se convierte en una subespecie del diseño y de la publicidad, se hace merecedor de su comercialización. Una buena parte del arte contemporáneo se ha arrojado a los brazos de la industria cultural y pide humildemente ser admitida a su mesa. Es el resultado, tardío e imprevisto, de la ampliación de la esfera del «arte» y de la estetización de la vida emprendidas hace un siglo por los propios artistas.
Además, las obras del pasado se encuentran incorporadas a la máquina cultural a través de las exposiciones espectaculares, o de las restauraciones que tienen por fin hacer que las obras sean consumibles por todo tipo de espectadores (por ejemplo, reavivando excesivamente los colores, como es el caso de los frescos de la Capilla Sixtina en Roma); o también de las versiones que arrasan clásicos literarios o musicales y que pretenden «acercarlos» al público. O bien mezclándolas con expresiones del presente que les privan de toda especificidad histórica, como en el caso de la pirámide del patio del Louvre en París. El aguijón que podrían poseer todavía las obras del pasado, aunque no fuese más que por su distancia temporal, se ve así neutralizado a causa de su espectacularización y de su comercialización.
Nada hay más fastidioso que los museos que se vuelven «pedagógicos» y buscan «acercar» a la «gente común» a la «cultura» con una plétora de explicaciones en las paredes y a través de los auriculares que prescriben a cada uno exactamente qué es lo que debe sentir frente a las obras, con sus proyecciones de vídeo, sus juegos interactivos, sus museum shops y sus camisetas. Se pretende así poner la cultura y la historia al alcance de los estratos no burgueses (¡como si los burgueses de hoy fuesen todavía personas cultivadas!) En realidad, este enfoque user friendly constituye el colmo de la suficiencia paternalista con respecto a los estratos populares (si es que aún existen): supone, en efecto, que la «gente del pueblo» es, por definición, insensible a la cultura y que solo la aprecia cuando esta se presenta de la manera más frívola e infantil posible.
Desaparece así también la acogedora atmósfera de los museos un poco polvorientos de antaño, agradables justamente porque uno creía penetrar en un mundo aparte, donde se podía descansar del torbellino que siempre nos rodea, pero igualmente porque estaban poco frecuentados. Ahora, cuanto «mejor gestionado» esté un museo y cuanto más atraiga al público, más se asemeja a un cruce entre una estación del metro en hora punta y un aula de informática. ¿De qué sirve entonces seguir visitándolos? Vale más contemplar las mismas obras en un CD porque, de todas maneras, en tales museos nada queda del «aura» de la obra original. Ha sido otro modo perverso de unir el arte a la vida, de anular su diferencia y de eliminar toda idea de que pueda existir algo que difiera de la banal realidad que nos rodea. El viejo museo, con todos sus defectos, podía constituir el espacio apropiado para la aparición de algo verdaderamente inaudito para el espectador, justamente porque era tan diferente de todo lo que vivimos de forma habitual. Hoy, los grupos escolares que son arrastrados a través de las salas de exposiciones reciben sobre todo una eficaz vacuna preventiva contra todo riesgo de experimentar un mensaje existencial procedente del arte o de la historia, o al menos contra las ganas de ir a descubrirlos por cuenta propia...
Si se quiere evitar que la cultura sea completamente absorbida por la economía –y el deseo de evitar este fin sigue siendo, a pesar de todo, algo bastante extendido–, habría que comenzar por admitir la existencia de una diferencia cualitativa entre los productos de la industria del entretenimiento y una posible «cultura auténtica» y, por tanto, admitir la posibilidad de un juicio cualitativo, y no puramente relativo y subjetivo. Hay una gran diferencia entre, por un lado, la voluntad de establecer parámetros de juicio, sabiendo que estos no bajan del cielo, sino que deben estar sujetos a la discusión y al cambio, y, por otro, la negación a priori de la posibilidad de establecer tales parámetros, para afirmar, en su lugar, que todo vale. Pero es que si todo vale, ya nada vale la pena. Esta igualdad y la indiferencia que resulta de ella se extienden como un sudario sobre la vida dominada por el mercado y la mercancía, el trabajo y el dinero. Socavan desde su base la capacidad de los seres humanos para hacer frente a las omnipresentes amenazas de barbarización. Los desafíos que nos aguardan en los tiempos venideros deberían ser afrontados por personas en plena posesión de sus facultades humanas, y no por adultos que siguen siendo niños en el peor sentido del término. Resultará curioso ver cuál será el lugar del arte y de la cultura en este cambio de época.

Notas:
(1) En Bali, isla conocida por la profusión de objetos de madera de todo tipo, sus habitantes se vieron en serias dificultades para comprender a un etnólogo de principios del siglo XX que se interesaba por su «arte». Al final le respondieron: «Nosotros no tenemos arte. Tratamos de hacer todo de la mejor manera posible».
(2) Para estos autores, se trataba de una expresión peyorativa, incluso de un oxímoron, pues «industria» y «cultura» se concebían como dos términos violentamente enfrentados. Hoy, sin embargo, ya no tiene nada de chocante: en Francia, existen universidades que ofertan másteres en «industria cultural»...
(3) Por cierto que Brzekinski negó ser el autor de este feliz hallazgo. Poco importa: es el concepto en cuanto tal el que resume muy bien lo que pasa realmente. Hay que subrayar que la denuncia del tittytainment no pretende afirmar que un complot de malvados haya impuesto una estrategia diabólica al mundo entero, sino que esta palabra resume una tendencia objetiva en la gestión de las sociedades contemporáneas.
(4) Cf., por ejemplo, B. Barber, Comment le capitalisme nous infantilise (2006), tr. fr., París, Fayard, 2007.
(5) Ver, «¿Existe un arte después del fin del arte? », pág. 249.
(6) C. Bouda, Géopolitique du goût, París, PUF, 2004, pág. 35. (Capítulo 1, 7 «Le paradoxe de l'amer»). [Traducción española: Christian Boudan, Geopolítica del gusto. La guerra culinaria, Gijón, Editorial Trea, 2008].
(7) Quienes piensan que Francia aún está a salvo de estas tendencias podrían meditar sobre los recientes esfuerzos de algunos viticultores franceses para adaptar su vino –violando al tiempo la legislación francesa– a las exigencias de los consumidores estadounidenses, que demandan en particular un sabor dulce y con toques de vainilla, y que termina asimismo por convertirse en el gusto de multitud de consumidores franceses. (Cf. la película Mondovino de Jonathan Nossiter, 2003). En Italia, el famoso Barolo es motivo de una «guerra» entre los productores que quieren defender el sabor tánico tradicional y quienes desean adaptarlo a los estándares «internacionales» haciéndolo más ligero y afrutado.
(8) Ciertas obras, mientras las observamos, parecen observarnos a su vez y esperar una respuesta por nuestra parte.

Capítulo extraído del libro Crédito a muerte (2011) (pág. 223)

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